A TODOS, en algún momento, se nos ha revelado nuestra existencia como algo
particular, intransferible y precioso. Casi siempre esta revelación se sitúa en la
adolescencia. El descubrimiento de nosotros mismos se manifiesta como un
sabernos solos; entre el mundo y nosotros se abre una impalpable, transparente
muralla: la de nuestra conciencia. Es cierto que apenas nacemos nos sentimos
solos; pero niños y adultos pueden trascender su soledad y olvidarse de sí mismos
a través de juego o trabajo. En cambio, el adolescente, vacilante entre la infancia y
la juventud, queda suspenso un instante ante la infinita riqueza del mundo. El
adolescente se asombra de ser. Y al pasmo sucede la reflexión: inclinado sobre el
río de su conciencia se pregunta si ese rostro que aflora lentamente del fondo,
deformado por el agua, es el suyo. La singularidad de ser — pura sensación en el
niño— se transforma en problema y pregunta, en conciencia interrogante
Bibliografía: http://reglasespanol.about.com/od/comohacerunensayo/tp/Ensayos-
de-Octavio- Paz.htm Jueves 3 de Noviembre del 2016 11:32 AM.
Autor: Octavio Paz.
Alfonso Reyes
Visión de Anáhuac (1519)
I
Viajero: has llegado a la
región más transparente del aire.
En la era de los descubrimientos, aparecen libros llenos de noticias extraordinarias
y amenas narraciones geográficas. La historia, obligada a descubrir nuevos
mundos, se desborda del cauce clásico, y entonces el hecho político cede el
puesto a los discursos etnográficos y a la pintura de civilizaciones. Los
historiadores del siglo xvi fijan el carácter de las tierras recién halladas, tal como
éste aparecía a los ojos de Europa: acentuado por la sorpresa, exagerado a
veces. El diligente Giovanni Battista Ramusio publica su peregrina recopilación
Delle Navigationi et Viaggi en Venecia en el año de 1550. Consta la obra de tres
volúmenes in-folio, que luego fueron reimpresos aisladamente, y está ilustrada con
profusión y encanto. De su utilidad no puede dudarse: los cronistas de Indias del
Seiscientos (Solís al menos) leyeron todavía alguna carta de Cortés en las
traducciones italianas que ella contiene.
En sus estampas, finas y candorosas, según la elegancia del tiempo, se aprecia la
progresiva conquista de los litorales; barcos diminutos se deslizan por una raya
que cruza el mar; en pleno océano, se retuerce, como cuerno de cazador, un
monstruo marino, y en el ángulo irradia picos una fabulosa estrella náutica. Desde
el seno de la nube esquemática, sopla un Éolo mofletudo, indicando el rumbo de
los vientos —constante cuidado de los hijos de Ulises—. Vense pasos de la vida
africana, bajo la tradicional palmera y junto al cono pajizo de la choza, siempre
humeante; hombres y fieras de otros climas, minuciosos panoramas, plantas
exóticas y soñadas islas. Y en las costas de la Nueva Francia, grupos de naturales
entregados a los usos de la caza y la pesquería, al baile o a la edificación de
ciudades. Una imaginación como la de Stevenson, capaz de soñar La isla del
tesoro ante una cartografía infantil, hubiera tramado, sobre las estampas del
Ramusio, mil y un regocijos para nuestros días nublados.
Finalmente, las estampas describen la vegetación de Anáhuac. Deténganse aquí
nuestros ojos: he aquí un nuevo arte de naturaleza.
La mazorca de Ceres y el plátano paradisíaco, las pulpas frutales llenas de una
miel desconocida; pero, sobre todo, las plantas típicas: la biznaga mexicana
—imagen del tímido puerco espín—, el maguey (del cual se nos dice que sorbe
sus jugos a la roca), el maguey que se abre a flor de tierra, lanzando a los aires su
plumero; los «órganos» paralelos, unidos como las cañas de la flauta y útiles para
señalar la linde; los discos del nopal —semejanza del candelabro—, conjugados
en una superposición necesaria, grata a los ojos: todo ello nos aparece como una
flora emblemática, y todo como concebido para blasonar un escudo. En los
agudos contornos de la estampa, fruto y hoja, tallo y raíz, son caras abstractas, sin
color que turbe su nitidez.
Esas plantas protegidas de púas nos anuncian que aquella naturaleza no es,
como la del sur o las costas, abundante en jugos y vahos nutritivos. La tierra de
Anáhuac apenas reviste feracidad a la vecindad de los lagos. Pero, a través de los
siglos, el hombre conseguirá desecar sus aguas, trabajando como castor; y los
colonos devastarán los bosques que rodean la morada humana, devolviendo al
valle su carácter propio y terrible: —En la tierra salitrosa y hostil, destacadas
profundamente, erizan sus garfios las garras vegetales, defendiéndose de la
seca—.
Abarca la desecación del valle desde el año de 1449 hasta el año de 1900. Tres
razas han trabajado en ella, y casi tres civilizaciones —que poco hay de común
entre el organismo virreinal y la prodigiosa ficción política que nos dio treinta años
de paz augusta—. Tres regímenes monárquicos, divididos por paréntesis de
anarquía, son aquí ejemplo de cómo crece y se corrige la obra del Estado, ante las
mismas amenazas de la naturaleza y la misma tierra que cavar. De
Netzahualcóyotl al segundo Luis de Velasco, y de éste a Porfirio Díaz, parece
correr la consigna de secar la tierra. Nuestro siglo nos encontró todavía echando
la última palada y abriendo la última zanja.
Es la desecación de los lagos como un pequeño drama con sus héroes y su fondo
escénico. Ruiz de Alarcón lo había presentido vagamente en su comedia de El
semejante a sí mismo. A la vista de numeroso cortejo, presidido por Virrey y
Arzobispo, se abren las esclusas: las inmensas aguas entran cabalgando por los
tajos.
Ése, el escenario. Y el enredo, las intrigas de Alonso Arias y los dictámenes
adversos de Adrián Boot, el holandés suficiente; hasta que las rejas de la prisión
se cierran tras Enrico Martín, que alza su nivel con mano segura.
Semejante al espíritu de sus desastres, el agua vengativa espiaba de cerca a la
ciudad; turbaba los sueños de aquel pueblo gracioso y cruel, barriendo sus piedras
florecidas; acechaba, con ojo azul, sus torres valientes.
Cuando los creadores del desierto acaban su obra, irrumpe el espanto social.
El viajero americano está condenado a que los europeos le pregunten si hay en
América muchos árboles. Les sorprenderíamos hablándoles de una Castilla
americana más alta que la de ellos, más armoniosa, menos agria seguramente
(por mucho que en vez de colinas la quiebren enormes montañas), donde el aire
brilla como espejo y se goza de un otoño perenne. La llanura castellana sugiere
pensamientos ascéticos: el valle de México, más bien pensamientos fáciles y
sobrios. Lo que una gana en lo trágico, la otra en plástica rotundidad.
Nuestra naturaleza tiene dos aspectos opuestos. Uno, la cantada selva virgen de
América, apenas merece describirse. Tema obligado de admiración en el Viejo
Mundo, ella inspira los entusiasmos verbales de Chateaubriand. Horno genitor
donde las energías parecen gastarse con abandonada generosidad, donde
nuestro ánimo naufraga en emanaciones embriagadoras, es exaltación de la vida
a la vez que imagen de la anarquía vital: los chorros de verdura por las rampas de
la montaña; los nudos ciegos de las lianas; toldos de platanares; sombra
engañadora de árboles que adormecen y roban las fuerzas de pensar; bochornosa
vegetación; largo y voluptuoso torpor, al zumbido de los insectos. ¡Los gritos de
los papagayos, el trueno de las cascadas, los ojos de las fieras, le dard
empoisonné du sauvage! En estos derroches de fuego y sueño —poesía de
hamaca y de abanico— nos superan seguramente otras regiones meridionales.
Lo nuestro, lo de Anáhuac, es cosa mejor y más tónica. Al menos, para los que
gusten de tener a toda hora alerta la voluntad y el pensamiento claro. La visión
más propia de nuestra naturaleza está en las regiones de la mesa central: allí la
vegetación arisca y heráldica, el paisaje organizado, la atmósfera de extremada
nitidez, en que los colores mismos se ahogan —compensándolo la armonía
general del dibujo—; el éter luminoso en que se adelantan las cosas con un
resalte individual; y, en fin, para de una vez decirlo en las palabras del modesto y
sensible Fray Manuel de Navarrete:
una luz resplandeciente
que hace brillar la cara de los cielos.
Ya lo observaba un grande viajero, que ha sancionado con su nombre el orgullo
de la Nueva España; un hombre clásico y universal como los que criaba el
Renacimiento, y que resucitó en su siglo la antigua manera de adquirir la sabiduría
viajando, y el hábito de escribir únicamente sobre recuerdos y meditaciones de la
propia vida: en su Ensayo político, el barón de Humboldt notaba la extraña
reverberación de los rayos solares en la masa montañosa de la altiplanicie central,
donde el aire se purifica.
En aquel paisaje, no desprovisto de cierta aristocrática esterilidad, por donde los
ojos yerran con discernimiento, la mente descifra cada línea y acaricia cada
ondulación; bajo aquel fulgurar del aire y en su general frescura y placidez,
pasearon aquellos hombres ignotos la amplia y meditabunda mirada espiritual.
Extáticos ante el nopal del águila y de la serpiente —compendio feliz de nuestro
campo— oyeron la voz del ave agorera que les prometía seguro asilo sobre
aquellos lagos hospitalarios. Más tarde, de aquel palafito había brotado una
ciudad, repoblada con las incursiones de los mitológicos caballeros que llegaban
de las Siete Cuevas —cuna de las siete familias derramadas por nuestro suelo—.
Más tarde, la ciudad se había dilatado en imperio, y el ruido de una civilización
ciclópea, como la de Babilonia y Egipto, se prolongaba, fatigado, hasta los
infaustos días de Moctezuma el doliente. Y fue entonces cuando, en envidiable
hora de asombro, traspuestos los volcanes nevados, los hombres de Cortés
(«polvo, sudor y hierro») se asomaron sobre aquel orbe de sonoridad y fulgores
—espacioso circo de montañas—.
A sus pies, en un espejismo de cristales, se extendía la pintoresca ciudad,
emanada toda ella del templo, por manera que sus calles radiantes prolongaban
las aristas de la pirámide.
Hasta ellos, en algún oscuro rito sangriento, llegaba —ululando— la queja de la
chirimía y, multiplicado en el eco, el latido del salvaje tambor.
Bibliografía:
http://cvc.cervantes.es/literatura/escritores/a_reyes/antologia/vision.htm
Máscaras mexicanas
Viejo o adolescente, criollo o mestizo, general, obrero o licenciado, el mexicano se
me aparece como un ser que se encierra y se preserva: máscara el rostro,
máscara la sonrisa. Plantado en su arisca soledad, espinoso y cortés a un tiempo,
todo le sirve para defenderse: el silencio y la palabra, la cortesía y el desprecio, la
ironía y la resignación. Tan celoso de su intimidad como de la ajena, ni siquiera se
atreve a rozar con los ojos al vecino: una mirada puede desencadenar la cólera de
esas almas cargadas de electricidad. Atraviesa la vida como desollado; todo
puede herirle, palabras y sospecha de palabras. Su lenguaje está lleno de
reticencias, de figuras y alusiones, de puntos suspensivos; en su silencio hay
repliegues, matices, nubarrones, arco iris súbitos, amenazas indescifrables. Aun
en la disputa prefiere la expresión velada a la injuria: "al buen entendedor pocas
palabras". En suma, entre la realidad y su persona se establece una muralla, no
por invisible menos infranqueable, de impasibilidad y lejanía. El mexicano siempre
está lejos, lejos del mundo y de los demás. Lejos, también, de sí mismo.
Bibliografía: http://reglasespanol.about.com/od/comohacerunensayo/tp/Ensayos-
de-Octavio- Paz.htm
La llama doble
No es extraño que Platón haya condenado al amor físico. Sin embargo, no
condenó a la reproducción. En El Banquete llama divino al deseo de procrear: es
ansia de inmortalidad. Cierto, los hijos del alma, las ideas, son mejores que los
hijos de la carne; sin embargo, en Las leyes exalta a la reproducción corporal. La
razón: es un deber político engendrar ciudadanos y mujeres que sean capaces de
asegurar la continuidad de la vida en la ciudad. Aparte de esta consideración ética
y política, Platón percibió claramente la vertiente pánica del amor, su conexión con
el mundo de la sexualidad animal y quiso romperla. Fue coherente consigo mismo
y con su visión del mundo de las ideas incorruptibles, pero hay una contradicción
insalvable en la concepción platónica del erotismo: sin el cuerpo y el deseo que
enciende en el amante, no hay ascensión hacia los arquetipos.
Bibliografía: http://reglasespanol.about.com/od/comohacerunensayo/tp/Ensayos-
de-Octavio- Paz.htm
¿Qué es un ensayo? y ¿cómo se hace?
Un ensayo es un escrito en prosa, generalmente breve, que expone con hondura, madurez y sensibilidad, una interpretación personal sobre cualquier tema, sea filosófico, científico, histórico, literario, etc.
La introducción: normalmente es corta dependiendo de qué tan largo es el tema,
es la parte principal de tu ensayo en la que explicas lo que se quiere dar a
entender y como si estuvieras hablando con alguien que lo quiere entender.
Desarrollo: es la parte más larga y en la que se da a entender el tema o se
desarrolla con tus palabras y también con información de la página en la que
encontraste el artículo.
Conclusión: es la parte final de tu ensayo en la que das tu punto de vista de lo
que entendiste y quisiste dar a entender.
Bibliografía: http://comohacerunensayobien.com Jueves 3 de Noviembre de
2016 10:58 AM.
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