jueves, 24 de noviembre de 2016

como son los ensayos

A TODOS, en algún momento, se nos ha revelado nuestra existencia como algo

particular, intransferible y precioso. Casi siempre esta revelación se sitúa en la

adolescencia. El descubrimiento de nosotros mismos se manifiesta como un

sabernos solos; entre el mundo y nosotros se abre una impalpable, transparente

muralla: la de nuestra conciencia. Es cierto que apenas nacemos nos sentimos

solos; pero niños y adultos pueden trascender su soledad y olvidarse de sí mismos

a través de juego o trabajo. En cambio, el adolescente, vacilante entre la infancia y

la juventud, queda suspenso un instante ante la infinita riqueza del mundo. El

adolescente se asombra de ser. Y al pasmo sucede la reflexión: inclinado sobre el

río de su conciencia se pregunta si ese rostro que aflora lentamente del fondo,

deformado por el agua, es el suyo. La singularidad de ser — pura sensación en el

niño— se transforma en problema y pregunta, en conciencia interrogante

Bibliografía: http://reglasespanol.about.com/od/comohacerunensayo/tp/Ensayos-

de-Octavio- Paz.htm Jueves 3 de Noviembre del 2016 11:32 AM.

Autor: Octavio Paz.

Alfonso Reyes

Visión de Anáhuac (1519)

I

Viajero: has llegado a la

región más transparente del aire.

En la era de los descubrimientos, aparecen libros llenos de noticias extraordinarias

y amenas narraciones geográficas. La historia, obligada a descubrir nuevos

mundos, se desborda del cauce clásico, y entonces el hecho político cede el

puesto a los discursos etnográficos y a la pintura de civilizaciones. Los

historiadores del siglo xvi fijan el carácter de las tierras recién halladas, tal como

éste aparecía a los ojos de Europa: acentuado por la sorpresa, exagerado a

veces. El diligente Giovanni Battista Ramusio publica su peregrina recopilación

Delle Navigationi et Viaggi en Venecia en el año de 1550. Consta la obra de tres

volúmenes in-folio, que luego fueron reimpresos aisladamente, y está ilustrada con

profusión y encanto. De su utilidad no puede dudarse: los cronistas de Indias del

Seiscientos (Solís al menos) leyeron todavía alguna carta de Cortés en las

traducciones italianas que ella contiene.

En sus estampas, finas y candorosas, según la elegancia del tiempo, se aprecia la

progresiva conquista de los litorales; barcos diminutos se deslizan por una raya

que cruza el mar; en pleno océano, se retuerce, como cuerno de cazador, un

monstruo marino, y en el ángulo irradia picos una fabulosa estrella náutica. Desde

el seno de la nube esquemática, sopla un Éolo mofletudo, indicando el rumbo de

los vientos —constante cuidado de los hijos de Ulises—. Vense pasos de la vida

africana, bajo la tradicional palmera y junto al cono pajizo de la choza, siempre

humeante; hombres y fieras de otros climas, minuciosos panoramas, plantas

exóticas y soñadas islas. Y en las costas de la Nueva Francia, grupos de naturales

entregados a los usos de la caza y la pesquería, al baile o a la edificación de

ciudades. Una imaginación como la de Stevenson, capaz de soñar La isla del

tesoro ante una cartografía infantil, hubiera tramado, sobre las estampas del

Ramusio, mil y un regocijos para nuestros días nublados.

Finalmente, las estampas describen la vegetación de Anáhuac. Deténganse aquí

nuestros ojos: he aquí un nuevo arte de naturaleza.

La mazorca de Ceres y el plátano paradisíaco, las pulpas frutales llenas de una

miel desconocida; pero, sobre todo, las plantas típicas: la biznaga mexicana

—imagen del tímido puerco espín—, el maguey (del cual se nos dice que sorbe

sus jugos a la roca), el maguey que se abre a flor de tierra, lanzando a los aires su

plumero; los «órganos» paralelos, unidos como las cañas de la flauta y útiles para

señalar la linde; los discos del nopal —semejanza del candelabro—, conjugados

en una superposición necesaria, grata a los ojos: todo ello nos aparece como una

flora emblemática, y todo como concebido para blasonar un escudo. En los

agudos contornos de la estampa, fruto y hoja, tallo y raíz, son caras abstractas, sin

color que turbe su nitidez.

Esas plantas protegidas de púas nos anuncian que aquella naturaleza no es,

como la del sur o las costas, abundante en jugos y vahos nutritivos. La tierra de

Anáhuac apenas reviste feracidad a la vecindad de los lagos. Pero, a través de los

siglos, el hombre conseguirá desecar sus aguas, trabajando como castor; y los

colonos devastarán los bosques que rodean la morada humana, devolviendo al

valle su carácter propio y terrible: —En la tierra salitrosa y hostil, destacadas

profundamente, erizan sus garfios las garras vegetales, defendiéndose de la

seca—.

Abarca la desecación del valle desde el año de 1449 hasta el año de 1900. Tres

razas han trabajado en ella, y casi tres civilizaciones —que poco hay de común

entre el organismo virreinal y la prodigiosa ficción política que nos dio treinta años

de paz augusta—. Tres regímenes monárquicos, divididos por paréntesis de

anarquía, son aquí ejemplo de cómo crece y se corrige la obra del Estado, ante las

mismas amenazas de la naturaleza y la misma tierra que cavar. De

Netzahualcóyotl al segundo Luis de Velasco, y de éste a Porfirio Díaz, parece

correr la consigna de secar la tierra. Nuestro siglo nos encontró todavía echando

la última palada y abriendo la última zanja.

Es la desecación de los lagos como un pequeño drama con sus héroes y su fondo

escénico. Ruiz de Alarcón lo había presentido vagamente en su comedia de El

semejante a sí mismo. A la vista de numeroso cortejo, presidido por Virrey y

Arzobispo, se abren las esclusas: las inmensas aguas entran cabalgando por los

tajos.

Ése, el escenario. Y el enredo, las intrigas de Alonso Arias y los dictámenes

adversos de Adrián Boot, el holandés suficiente; hasta que las rejas de la prisión

se cierran tras Enrico Martín, que alza su nivel con mano segura.

Semejante al espíritu de sus desastres, el agua vengativa espiaba de cerca a la

ciudad; turbaba los sueños de aquel pueblo gracioso y cruel, barriendo sus piedras

florecidas; acechaba, con ojo azul, sus torres valientes.

Cuando los creadores del desierto acaban su obra, irrumpe el espanto social.

El viajero americano está condenado a que los europeos le pregunten si hay en

América muchos árboles. Les sorprenderíamos hablándoles de una Castilla

americana más alta que la de ellos, más armoniosa, menos agria seguramente

(por mucho que en vez de colinas la quiebren enormes montañas), donde el aire

brilla como espejo y se goza de un otoño perenne. La llanura castellana sugiere

pensamientos ascéticos: el valle de México, más bien pensamientos fáciles y

sobrios. Lo que una gana en lo trágico, la otra en plástica rotundidad.

Nuestra naturaleza tiene dos aspectos opuestos. Uno, la cantada selva virgen de

América, apenas merece describirse. Tema obligado de admiración en el Viejo

Mundo, ella inspira los entusiasmos verbales de Chateaubriand. Horno genitor

donde las energías parecen gastarse con abandonada generosidad, donde

nuestro ánimo naufraga en emanaciones embriagadoras, es exaltación de la vida

a la vez que imagen de la anarquía vital: los chorros de verdura por las rampas de

la montaña; los nudos ciegos de las lianas; toldos de platanares; sombra

engañadora de árboles que adormecen y roban las fuerzas de pensar; bochornosa

vegetación; largo y voluptuoso torpor, al zumbido de los insectos. ¡Los gritos de

los papagayos, el trueno de las cascadas, los ojos de las fieras, le dard

empoisonné du sauvage! En estos derroches de fuego y sueño —poesía de

hamaca y de abanico— nos superan seguramente otras regiones meridionales.

Lo nuestro, lo de Anáhuac, es cosa mejor y más tónica. Al menos, para los que

gusten de tener a toda hora alerta la voluntad y el pensamiento claro. La visión

más propia de nuestra naturaleza está en las regiones de la mesa central: allí la

vegetación arisca y heráldica, el paisaje organizado, la atmósfera de extremada

nitidez, en que los colores mismos se ahogan —compensándolo la armonía

general del dibujo—; el éter luminoso en que se adelantan las cosas con un

resalte individual; y, en fin, para de una vez decirlo en las palabras del modesto y

sensible Fray Manuel de Navarrete:

una luz resplandeciente

que hace brillar la cara de los cielos.

Ya lo observaba un grande viajero, que ha sancionado con su nombre el orgullo

de la Nueva España; un hombre clásico y universal como los que criaba el

Renacimiento, y que resucitó en su siglo la antigua manera de adquirir la sabiduría

viajando, y el hábito de escribir únicamente sobre recuerdos y meditaciones de la

propia vida: en su Ensayo político, el barón de Humboldt notaba la extraña

reverberación de los rayos solares en la masa montañosa de la altiplanicie central,

donde el aire se purifica.

En aquel paisaje, no desprovisto de cierta aristocrática esterilidad, por donde los

ojos yerran con discernimiento, la mente descifra cada línea y acaricia cada

ondulación; bajo aquel fulgurar del aire y en su general frescura y placidez,

pasearon aquellos hombres ignotos la amplia y meditabunda mirada espiritual.

Extáticos ante el nopal del águila y de la serpiente —compendio feliz de nuestro

campo— oyeron la voz del ave agorera que les prometía seguro asilo sobre

aquellos lagos hospitalarios. Más tarde, de aquel palafito había brotado una

ciudad, repoblada con las incursiones de los mitológicos caballeros que llegaban

de las Siete Cuevas —cuna de las siete familias derramadas por nuestro suelo—.

Más tarde, la ciudad se había dilatado en imperio, y el ruido de una civilización

ciclópea, como la de Babilonia y Egipto, se prolongaba, fatigado, hasta los

infaustos días de Moctezuma el doliente. Y fue entonces cuando, en envidiable

hora de asombro, traspuestos los volcanes nevados, los hombres de Cortés

(«polvo, sudor y hierro») se asomaron sobre aquel orbe de sonoridad y fulgores

—espacioso circo de montañas—.

A sus pies, en un espejismo de cristales, se extendía la pintoresca ciudad,

emanada toda ella del templo, por manera que sus calles radiantes prolongaban

las aristas de la pirámide.

Hasta ellos, en algún oscuro rito sangriento, llegaba —ululando— la queja de la

chirimía y, multiplicado en el eco, el latido del salvaje tambor.

Bibliografía:

http://cvc.cervantes.es/literatura/escritores/a_reyes/antologia/vision.htm

Máscaras mexicanas

Viejo o adolescente, criollo o mestizo, general, obrero o licenciado, el mexicano se

me aparece como un ser que se encierra y se preserva: máscara el rostro,

máscara la sonrisa. Plantado en su arisca soledad, espinoso y cortés a un tiempo,

todo le sirve para defenderse: el silencio y la palabra, la cortesía y el desprecio, la

ironía y la resignación. Tan celoso de su intimidad como de la ajena, ni siquiera se

atreve a rozar con los ojos al vecino: una mirada puede desencadenar la cólera de

esas almas cargadas de electricidad. Atraviesa la vida como desollado; todo

puede herirle, palabras y sospecha de palabras. Su lenguaje está lleno de

reticencias, de figuras y alusiones, de puntos suspensivos; en su silencio hay

repliegues, matices, nubarrones, arco iris súbitos, amenazas indescifrables. Aun

en la disputa prefiere la expresión velada a la injuria: "al buen entendedor pocas

palabras". En suma, entre la realidad y su persona se establece una muralla, no

por invisible menos infranqueable, de impasibilidad y lejanía. El mexicano siempre

está lejos, lejos del mundo y de los demás. Lejos, también, de sí mismo.

Bibliografía: http://reglasespanol.about.com/od/comohacerunensayo/tp/Ensayos-

de-Octavio- Paz.htm

La llama doble

No es extraño que Platón haya condenado al amor físico. Sin embargo, no

condenó a la reproducción. En El Banquete llama divino al deseo de procrear: es

ansia de inmortalidad. Cierto, los hijos del alma, las ideas, son mejores que los

hijos de la carne; sin embargo, en Las leyes exalta a la reproducción corporal. La

razón: es un deber político engendrar ciudadanos y mujeres que sean capaces de

asegurar la continuidad de la vida en la ciudad. Aparte de esta consideración ética

y política, Platón percibió claramente la vertiente pánica del amor, su conexión con

el mundo de la sexualidad animal y quiso romperla. Fue coherente consigo mismo

y con su visión del mundo de las ideas incorruptibles, pero hay una contradicción

insalvable en la concepción platónica del erotismo: sin el cuerpo y el deseo que

enciende en el amante, no hay ascensión hacia los arquetipos.

Bibliografía: http://reglasespanol.about.com/od/comohacerunensayo/tp/Ensayos-

de-Octavio- Paz.htm


¿Qué es un ensayo? y ¿cómo se hace?

Un ensayo es un escrito en prosa, generalmente breve, que expone con hondura, madurez y sensibilidad, una interpretación personal sobre cualquier tema, sea filosófico, científico, histórico, literario, etc.

La introducción: normalmente es corta dependiendo de qué tan largo es el tema,

es la parte principal de tu ensayo en la que explicas lo que se quiere dar a

entender y como si estuvieras hablando con alguien que lo quiere entender.

Desarrollo: es la parte más larga y en la que se da a entender el tema o se

desarrolla con tus palabras y también con información de la página en la que

encontraste el artículo.

Conclusión: es la parte final de tu ensayo en la que das tu punto de vista de lo

que entendiste y quisiste dar a entender.

Bibliografía: http://comohacerunensayobien.com Jueves 3 de Noviembre de

2016 10:58 AM.



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